Las calles de Madrid, con su aire señorial y sus rincones llenos de historia, esconden relatos que han trascendido los siglos. Entre ellos, hay una historia que se susurra en la penumbra de la calle del Sacramento, un relato de amor, misterio y redención. Es la leyenda de don Juan Echenique, un mujeriego empedernido que, en una noche lluviosa, vivió una experiencia que cambiaría su destino para siempre.
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Un Madrid de Leyenda
Para comprender esta historia, hay que trasladarse al Madrid del siglo XVII, una ciudad en plena efervescencia, capital del vasto Imperio Español. Sus calles estrechas y adoquinadas estaban iluminadas por faroles de aceite, y el sonido de los carruajes resonaba entre las fachadas de las casonas señoriales.
En esa época, la ciudad albergaba un número considerable de nobles, soldados y cortesanos, todos al servicio de la corona. Entre ellos se encontraban los Guardias de Corps, una élite militar encargada de la seguridad del monarca. Se distinguían por su porte gallardo y su exquisito uniforme, y en muchos casos, por su fama de conquistadores.
Uno de ellos era don Juan Echenique, apodado “el lindo Guardia de Corps”. Su reputación como seductor era bien conocida en la ciudad. Sus conquistas se contaban por decenas, y su atractivo físico y labia le abrían las puertas de los más exclusivos salones. Pero lo que él no sabía era que una de sus noches de galantería lo llevaría al umbral de lo sobrenatural.
Una Noche de Lluvia en la Calle del Sacramento
Era una noche fría y lluviosa cuando Juan se preparaba para salir al servicio del rey. Se calzó sus botas, se ajustó su elegante capa y cogió su espada, su bien más preciado. Al salir a la calle, las lluvias torrenciales convertían Madrid en un lodazal, con charcos que reflejaban la luz de los faroles y los relámpagos iluminando fugazmente las torres de las iglesias.
Al llegar a la calle del Sacramento, buscó refugio bajo un saliente de una vieja casona de piedra. Mientras esperaba a que amainara la lluvia, un leve ruido atrajo su atención. Levantó la vista y vio cómo una puerta balconera se abría lentamente. Desde el umbral emergió la figura de una mujer.
Era una dama de belleza indescriptible, con una melena oscura que caía en cascada sobre sus hombros y una mirada tan intensa como misteriosa. Sus labios esbozaban una sonrisa seductora y, sin pronunciar palabra, le hizo una sutil señal con la mano, invitándolo a entrar.
Don Juan, fiel a su naturaleza conquistadora, no dudó. Empujó la puerta entreabierta y se adentró en la casa.

«Al llegar a la calle del Sacramento, buscó refugio bajo un saliente de una vieja casona de piedra. Mientras esperaba a que amainara la lluvia, un leve ruido atrajo su atención. Levantó la vista y vio cómo una puerta balconera se abría lentamente. Desde el umbral emergió la figura de una mujer.»
Un Encantamiento de Amor y Sombras
El interior de la vivienda contrastaba con el aspecto ruinoso de su fachada. Las paredes estaban cubiertas por exquisitos tapices bordados, grandes espejos dorados reflejaban la luz de las velas y una chimenea, coronada por un escudo de armas, proyectaba sombras danzantes en la estancia.
La mujer lo esperaba en el centro de la habitación, con un vestido de terciopelo granate que realzaba su figura. Juan, encantado por su presencia, se acercó a ella sin dudarlo y, con un gesto galante, tomó su mano para besarla. En ese momento, sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero lo atribuyó a la humedad de la noche.
El tiempo pareció detenerse. La velada transcurrió entre risas, caricias y el fulgor de la chimenea. Pasaron la noche juntos, y Juan, por primera vez, sintió que su corazón se rendía ante una mujer que parecía sacada de un sueño.
El Amanecer de la Revelación
El repique de las campanas del convento de San Justo, cercano al lugar, lo despertó abruptamente. La luz matinal se filtraba por las rendijas de las ventanas, pero la habitación parecía distinta.
Con una sensación de inquietud, se vistió apresuradamente y, tras un último vistazo a la mujer dormida, salió corriendo de la casa. La lluvia había cesado, y Madrid despertaba con la actividad de los comerciantes y los primeros rezos en las iglesias.
Al llegar a la calle Mayor, de pronto se detuvo en seco. Su espada. La había olvidado en la habitación. Maldiciendo su descuido, dio media vuelta y regresó a la casa de la calle del Sacramento.
Golpeó la puerta con insistencia, pero nadie respondía. Una y otra vez repitió su llamado, hasta que un vecino, intrigado por el escándalo, asomó la cabeza y le dijo con voz pausada:
—Joven, no insista. Esa casa lleva deshabitada más de cincuenta años.
Juan sintió un frío repentino en la sangre.
—¡No puede ser! ¡Ayer pasé la noche aquí!
—Eso es imposible —contestó el vecino—. Esa casa perteneció a una familia noble, pero tras una tragedia quedó abandonada.
Desesperado, Juan empujó la puerta con todas sus fuerzas hasta que la cerradura cedió y la madera crujió bajo la presión. Un torbellino de polvo y moho invadió el aire.
El Horror y la Redención
El interior de la casa era completamente distinto a lo que recordaba. Los tapices estaban deshilachados, los espejos rotos y la chimenea ennegrecida por la humedad. Las paredes, antes majestuosas, se desmoronaban y el suelo crujía con cada paso.
Avanzó con el corazón latiéndole en la garganta hasta llegar a la habitación. Allí, sobre una mesa cubierta de polvo, encontró un lienzo cubierto por una tela rasgada. Con mano temblorosa, retiró la cubierta y quedó paralizado.
Era el retrato de la mujer con la que había pasado la noche.
Pero lo que lo dejó sin aliento fue la fecha inscrita en el cuadro: había sido pintado más de cincuenta años atrás.
En ese instante, algo en su interior se quebró. La realidad y lo sobrenatural se entrelazaban en un terror indescriptible. Tropezó con una mesa en su prisa por huir y, al hacerlo, su mirada se posó en un objeto metálico en el suelo: ¡su espada!
Era la prueba de que todo había sido real. O, al menos, tan real como lo permitía aquel enigma fantasmal.
Sin mirar atrás, salió corriendo de la casa. Aquella noche, su vida cambió para siempre.
Un Final de Penitencia
Días después, atormentado por la experiencia, Juan tomó una decisión drástica. Se dirigió a la iglesia más cercana y dejó su espada como ofrenda al Cristo de la Fe, en la iglesia de San Ginés. Con ello, renunció a su vida de placeres y se retiró a un monasterio, donde pasó el resto de sus días en penitencia, rezando y buscando redención por un pecado que nunca llegó a comprender del todo.
Desde entonces, la historia del guardia de Corps ha sido contada de generación en generación. Y la espada, aquella prueba de su encuentro con lo imposible, quedó expuesta en la iglesia como el Cristo de los Guardias de Corps, un testimonio de la delgada línea entre el mundo de los vivos y el de los espectros.

«Desde entonces, la historia del guardia de Corps ha sido contada de generación en generación. Y la espada, aquella prueba de su encuentro con lo imposible, quedó expuesta en la iglesia como el Cristo de los Guardias de Corps, un testimonio de la delgada línea entre el mundo de los vivos y el de los espectros.»
Si alguna vez paseas por la calle del Sacramento, detente un momento. Quizás, entre las sombras de los viejos edificios, puedas sentir aún la presencia de aquella misteriosa dama que, desde su balcón, sigue esperando a su próximo visitante.
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