Quizá habéis oído hablar de ellos o, posiblemente, los más jóvenes, en su vida han tenido noticias. Hablamos, como reza el título de nuestra entrada de hoy, de los oficios perdidos en Madrid.
Si miramos a través del retrovisor de la historia, observaremos que las personas que se dedicaban a éstos eran, normalmente, de los estratos más humildes de la sociedad madrileña y cumplían con funciones indispensables para todos nosotros. Y digo bien «nosotros» porque gracias a ellos nuestra sociedad, tanto la madrileña como la del conjunto de nuestro país, ha conseguido evolucionar y crecer hasta alcanzar cotas de comodidad y sostenibilidad inimaginables, si nos ponemos en los zapatos de ciudadanos de épocas pretéritas.
Estas personas desarrollaron una serie de labores que hoy en día están extintas, casi en su mayoría, por no decir totalmente desaparecidas. Sin duda el motivo ha sido la propia sociedad de consumo actual, donde priman los productos manufacturados y las reparaciones no tienen objeto, “No dan lugar” como decía mi abuela Cándida.
Pero, amigos de MAD Experiencias, vamos a trasladarnos a los años 40, 50, 60, incluso 70 y principios de los 80 para ilustrar y homenajear de algún modo, a tan abnegados madrileños, de cuna o de adopción.
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El Colchonero
“El colchonerooooo”. Cuando oías ese anuncio a voces, ya sabías que podías reparar tu colchón o hacer cualquier tipo de encargo relacionado con este elemento si tu peculio te lo permitía. En aquellas épocas, los colchones eran de lana, si tu economía era desahogada, o de borra si tus posibilidades eran escasas, que eran las de la inmensa mayoría de los madrileños.
En esta actividad cabían dos posibilidades de servicio. Los colchoneros podían disponer de un punto de venta, en la que se reparaban los colchones y se vendía todo tipo de artículos para los mismos o, el más audaz y sacrificado que era el que iban por las calles de Madrid con las varas al hombro y una potente voz, anunciando su presencia y sus servicios a todos los vecinos de la zona.
Los colchoneros solían intensificar su actividad en los meses más propicios para su trabajo que, al desarrollarse al aire libre, coincidían con la época primaveral y verano.
La inversión para ejercer esta profesión no era elevada, todo lo contrario al sacrificio del propio oficio, ya que todo lo que se necesitaba era un par de varas de unos 2,50 m. de largo, por lo general de fresno, y una caja o un macuto pequeño donde llevar los ovillos de hilo y las agujas.
Los colchoneros solían intensificar su actividad en los meses más propicios para su trabajo que, al desarrollarse al aire libre, coincidían con la época primaveral y verano.
Cómo se desarrollaba la labor
Normalmente eran dos personas las que iban para ofrecer los servicios, sin embargo, siempre había algún arrojado madrileño que se atrevía a ejercer la profesión él solo. Su “taller” era la propia calle o el patio de las casas. Un claro ejemplo de estos patios son las famosas “corralas” de Madrid, de las que aún quedan algunas por los barrios de nuestra ciudad. Una vez les hacían llegar los encargos, tendían una tela y encima de ella tumbaban el colchón. Lo descosían por uno de los lados y sacaban la lana o la borra, la extendían de modo adecuado y procedían a varearla con el objeto de eliminar los enredos que se hubieran podido producir. Este proceso se repetía las veces que fueran necesarias para desenredarla debidamente y de modo profesional. El siguiente paso era quitar los nudos que se hubieran podido producir en el paso anterior, volver a introducir el relleno en la funda del colchón, y, finalmente, volver a coser esa funda para que quedase nuevamente preparado para aportar el merecido descaso a su propietario.
Como curiosidad, si alguien no lo sabe, deciros que la mayoría de las fundas de los colchones eran de rayas rojas y blancas, muy parecidas a la equipación del Atlético de Madrid, por lo que desde ese momento se comenzó a denominar al club en las crónicas deportivas como “el equipo colchonero” y a sus jugadores y seguidores como “colchoneros”.
El Lañador
Con una voz que se iba volviendo cansina al cabo del día, recorrían los barrios portando sus útiles: una caja colgada al hombro, debajo del brazo su posible asiento, en una de sus manos el hornillo y en la otra un soldador.
Rara vez los trabajos se realizaban en el interior de la vivienda, generalmente se hacían -como en el caso de los colchoneros- en la calle, en la puerta de las casas y sentados sobre el suelo o sobre un pequeño serijo a modo de almohada, cojín o manta.
El hornillo era uno de sus útiles más necesarios. Aparece con el arreglo con el estaño, sin embargo, en época anterior no se hacía esta operación y sus arreglos se limitaban a las de lañador. Todos los útiles, pues, se encontraban en esa caja que portaba sobre su hombro.
Cómo trabajaba un lañador
El trabajo de lañador consistía en poner unas lañas a los objetos rotos. Hacía un taladro en cada parte de la fisura e introducía la grapa. Los agujeros se hacían con una broca fina y el berbiquí (taladro de mano) y se rellenaba con una especie de cemento rápido, que fabricaba en el momento, e iba introduciendo con una varilla, el cemento una vez fraguado soldaba la laña al barro impidiendo la salida del agua. Una vez tensada volvía a componer y permitir su uso: palangana o del lebrillo de barro.
Los arreglos los hacían en la calle, en la misma puerta de las usuarias, punto en el que se arremolinaban los niños y las mujeres que esperaban sus turnos para que arreglara su objeto deteriorado. El típico arreglo de los lebrillos, cántaros, botijos, ollas; tanto de barro como de arcilla, los hacían al momento. La mayoría estaban rajados y perdían líquido y, otros estaban tan deteriorados que eran irreparables.
Era curioso contemplar como raspaban la zona dañada y, tras cubrirla con una masilla, procedían al lañado. Se daba la circunstancia de que algunos estaban tan resquebrajados que al hacerles los agujeros para colocar las lañas se rompían en mil pedazos; sin embargo, ante esa probabilidad, se le advertía a las mujeres con la finalidad de que, si ocurría tal desaguisado, nadie pudiera protestar, aunque alguna saliera enfurruñada maldiciendo.
El trabajo de estañador consistía en tapar los agujeros que tuvieran los cacharros; para ello utilizaba una lima y ácido clorhídrico diluido para limpiar los alrededores del agujero y un soldador al rojo vivo -calentado en el hornillo-, para extender el estaño que aplicaba en una barra.
La laña es como una grapa, de hierro o cobre que se utilizaba para unir las partes rotas de un cacharro de latón, barro, porcelana… El lañador hacía un agujero con una broca fina y un berbiquí a cada lado de la raja y lo rellenaba con una especie de cemento rápido, que fabricaba en el momento, introducía la laña y una vez fraguado el cemento, la soldaba al barro impidiendo la salida de agua. En aquellos años resultaba más barato lañar un lebrillo, un cazo o una cacerola que comprarlo nuevo.
La mayoría de los lañadores también ejercían de paragüeros que, como os imagináis por el nombre, empleaban sus habilidades para la reparación de los paraguas.
Y es que, amigos de MAD Experiencias, la historia y sus personajes, por anónimos que puedan resultar, nunca se han de guardar en un cajón. Hemos de dar reconocimiento a todos aquellos que, de un modo u otro, han participado con su trabajo y sacrificio para que nuestras vidas fueran más amables y nuestra sociedad haya avanzado y sea mejor para la inmensa mayoría de los madrileños.