Torres Blancas: El Sueño Truncado de una Arquitectura Vanguardista en Madrid

Pese a ser una de las construcciones más emblemáticas de Madrid, el proyecto de Torres Blancas fracasó en varios sentidos. Lo que iba a ser un icono de modernidad se convirtió en un edificio gris, un símbolo de los sueños truncados de una época. Aun así, sigue siendo una obra maestra de la arquitectura, un árbol de hormigón que se alza imponente en la Avenida de América, desafiando el paso del tiempo y la incomprensión de muchos.

Para los que hemos compartido años y vida con y en el edificio, no deja de significar uno de los símbolos de Madrid y de la historia de nuestra magnífica ciudad.

Un sueño de vanguardia

Torres Blancas fue construida entre 1964 y 1969 por encargo de la constructora Huarte. Diseñada por Francisco Javier Sáenz de Oiza, esta torre de 81 metros de altura y 23 plantas fue concebida como una utopía arquitectónica: un edificio autosuficiente, casi orgánico, que ofreciera un nuevo modelo de vivienda en altura. Se inspiraba en las ideas del organicismo de Frank Lloyd Wright y en el racionalismo de Le Corbusier, pero con una personalidad propia, que la hacía única en el panorama arquitectónico español.

Juan Huarte, el promotor del proyecto, pidió a Sáenz de Oiza que diseñara algo vanguardista, un término que suele ser un arma de doble filo en arquitectura. «Es lo peor que te pueden decir cuando te encargan un proyecto», afirmaba Antón Capitel, arquitecto y amigo de Sáenz de Oiza. Y es que la vanguardia siempre enfrenta resistencia. Sin embargo, Oiza aceptó el reto y trabajó varios años hasta conseguir un diseño lo suficientemente rompedor como para provocar admiración y polémica a partes iguales.

«Torres Blancas fue construida entre 1964 y 1969 por encargo de la constructora Huarte. Diseñada por Francisco Javier Sáenz de Oiza, esta torre de 81 metros de altura y 23 plantas fue concebida como una utopía arquitectónica: un edificio autosuficiente, casi orgánico, que ofreciera un nuevo modelo de vivienda en altura.«

El contexto político y arquitectónico

Para entender Torres Blancas, hay que situarse en la España de los años 60. Aunque el franquismo seguía vigente, el país vivía una apertura económica y social. En arquitectura, esto se tradujo en la búsqueda de nuevas formas y materiales, alejándose del academicismo y del historicismo oficialista.

Uno de los impulsores de este cambio fue Julián Laguna, un arquitecto del régimen que buscaba jóvenes talentos para proyectos de vivienda social. Sáenz de Oiza fue uno de ellos, destacando por su capacidad para innovar dentro de las limitaciones del momento. Sus primeros trabajos estaban dirigidos a inmigrantes del campo que llegaban a Madrid, y aunque usaban materiales pobres, mostraban una gran sensibilidad espacial.

Cuando llegó el encargo de Torres Blancas, Sáenz de Oiza vio la oportunidad de llevar sus ideas al extremo. Quería crear una torre que no solo ofreciera viviendas, sino que también creara una comunidad, un microcosmos dentro de la gran ciudad.

Una torre orgánica y polémica

La idea de Oiza era construir un conjunto de torres interconectadas, pero solo se llegó a construir una. En su diseño, las formas cilíndricas predominan, evitando la rigidez de la arquitectura tradicional. El edificio parece retorcerse sobre sí mismo, como un árbol cuyas ramas se expanden hacia el cielo. Cada planta cuenta con amplias terrazas, que funcionan como extensiones del espacio interior, permitiendo a los residentes tener contacto con el exterior sin perder privacidad.

El proyecto, sin embargo, no fue bien recibido en su época. La sociedad madrileña, poco acostumbrada a este tipo de arquitectura, lo consideró un capricho extraño. «Era difícil de entender para una sociedad inculta», decía Antón Capitel. Sáenz de Oiza, consciente de la controversia, defendía su obra argumentando que la arquitectura debía provocar emociones, generar debate. «Estamos cansados de hacer paisajes grises, ambientes monótonos en los cuales a lo mejor no es penoso vivir, pero tampoco es gratificante», afirmaba.

Un edificio de cine

Pese a las críticas iniciales, Torres Blancas se ha convertido en un referente de la arquitectura española y ha servido de escenario para diversas producciones cinematográficas. Uno de los casos más emblemáticos es la película Los límites del control (2009) de Jim Jarmusch, en la que el edificio aparece como un elemento simbólico dentro de la narrativa. Su estructura de círculos atravesados por líneas rectas encaja perfectamente con la historia en espiral que plantea la película.

El fracaso del sueño

Pero más allá de su valor arquitectónico, Torres Blancas es también un testimonio de las dificultades de llevar a cabo proyectos visionarios en España. Desde el principio, el Ayuntamiento de Madrid no veía con buenos ojos la idea de construir varias torres interconectadas, por lo que solo se permitió la edificación de una. Además, el material elegido, hormigón revestido de blanco, no resultó ser fiable, y con el tiempo, el edificio adquirió un tono grisáceo que contrastaba con la visión original de Oiza.

Económicamente, la construcción fue un desastre. La constructora Huarte apenas obtuvo beneficios, y el propio Sáenz de Oiza tuvo que aceptar un piso en el edificio como parte de su pago. Él mismo bromeaba con que vivir allí era un castigo divino por haber construido en una zona tan ruidosa.

Con los años, la idea de comunidad que inspiró el diseño también se fue diluyendo. El restaurante de la azotea, que servía comida a las viviendas a través de un montaplatos, desapareció. Hoy, la entrada a la zona comunitaria está restringida, y muchos vecinos han cerrado sus terrazas, eliminando parte de la esencia del edificio.

Un legado innegable

A pesar de sus problemas, Torres Blancas sigue siendo un símbolo de la arquitectura española. Ha recibido numerosos premios, incluido el Premio de la Excelencia Europea en 1974, y sigue siendo objeto de estudio y admiración. Su mezcla de racionalismo y organicismo, su audacia formal y su intento de repensar la vivienda en altura la convierten en una obra única.

Pero quizás lo más importante de Torres Blancas no es lo que es, sino lo que representa: el intento de crear algo nuevo, de desafiar lo establecido, de ofrecer una visión alternativa de la ciudad. Aunque su color se haya apagado con el tiempo, su espíritu sigue vivo, recordándonos que la arquitectura no solo debe ser funcional, sino también inspiradora.

Torres Blancas mantiene en su nombre la esencia de su propósito. Es el reflejo de un sueño truncado, de una ciudad que pudo ser diferente, de una sociedad que no estaba preparada para la revolución que proponía. Un edificio que no deja indiferente a nadie, que sigue generando preguntas, que sigue siendo, en palabras de su creador, un desafío para el paisaje urbano.

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