¿Eres de los que se mete en el ascensor con los auriculares bien puestos para evitar hablar con los vecinos? Pues déjame decirte que, si hubieras vivido en una corrala del Madrid castizo, ¡no te habría quedado otra que socializar! Porque ahí no había lugar para el «espacio personal»: compartías baños, vistas al patio y hasta los cotilleos de cada día.
Las corralas no solo fueron una solución arquitectónica ingeniosa, también fueron el alma de la vida en comunidad durante el siglo XIX en Madrid. Pero, como todo en esta vida, tenían su lado bueno y su lado no tan bueno…
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Un Madrid en plena ebullición
Imagina el Madrid de mediados del siglo XIX: la ciudad crecía como nunca, repleta de campesinos que huían del campo en busca de oportunidades. La industrialización ya estaba en marcha, aunque un poco tarde si la comparamos con países como Francia o Alemania. Allí ya llevaban años construyendo ferrocarriles, mientras que aquí no vimos el primer tren hasta 1848 (el famoso Barcelona-Mataró, por cierto). Pero, bueno, más vale tarde que nunca.
El caso es que Madrid, aunque no era ni de lejos el epicentro industrial del país (ese título se lo llevaban Barcelona y el País Vasco), empezó a atraer a miles de personas de zonas rurales. Y claro, ¿dónde metías a tanta gente? Así es como renacieron las corralas, esos edificios tan castizos que se convirtieron en símbolo del Madrid más auténtico.
¿Qué es una corrala?
Básicamente, una corrala es un edificio con un patio central y varias viviendas a su alrededor, conectadas por pasillos exteriores. Este diseño no era nuevo: ya en el siglo XVII se construían casas de este tipo para la clase trabajadora. Pero en el XIX, con la llegada masiva de gente, estas casas empezaron a crecer en altura (¡y en inquilinos!).
El resultado: auténticas colmenas humanas, donde la vida giraba en torno al famoso patio. Aquí jugaban los niños, las vecinas lavaban la ropa y se organizaban las charlas improvisadas. Eso sí, no todo era tan idílico como parece…
La realidad del día a día
Si ahora nos quejamos de los pisos pequeños, ¿qué dirían los vecinos de una corrala? Por ley, las viviendas no podían superar los 30 metros cuadrados. Sí, lo has leído bien: 30 metros para familias numerosas que, a menudo, compartían espacio con otra familia para ahorrar en el alquiler.
La distribución era más o menos así: un cuarto a la entrada que servía de cocina, comedor y salón (todo junto), y otro al fondo que hacía de dormitorio. Las paredes, si es que había, solían ser cortinas o biombos. Y lo peor: el baño era compartido. Uno por planta, que se limpiaba por turnos. Para que no hubiera olvidos, se colgaba una tablilla en la puerta de la familia encargada del día.
Ah, y si querías darte un buen baño, tenías que ir a una casa de baños pública. Un lujo que no todos podían permitirse.
El patio, corazón de la vida en comunidad
El patio era mucho más que un espacio abierto: era el centro de todo. Allí se tendía la ropa, se organizaban reuniones improvisadas y hasta se celebraban las verbenas del barrio. ¡Y qué verbenas! Se decoraban los corredores con banderitas, se servía «limoná» (una sangría a base de vino blanco) y se bailaba al son del organillo. Las fiestas eran sencillas, pero llenas de vida.
También había figuras clave en la corrala, como la portera, que no solo velaba por el edificio, sino que además era la guardiana de las buenas costumbres (y probablemente, la mejor informada de todo lo que pasaba en el barrio). Luego estaba el casero, encargado de cobrar los alquileres y mantener el orden, aunque no siempre tenía buena fama.

«El patio era mucho más que un espacio abierto: era el centro de todo. Allí se tendía la ropa, se organizaban reuniones improvisadas y hasta se celebraban las verbenas del barrio. ¡Y qué verbenas! Se decoraban los corredores con banderitas, se servía «limoná» (una sangría a base de vino blanco) y se bailaba al son del organillo. Las fiestas eran sencillas, pero llenas de vida.«
Una convivencia «castiza», pero no idealizada
Es fácil romantizar la vida en las corralas, pero lo cierto es que las condiciones eran durísimas. El hacinamiento, la falta de higiene y las plagas eran el pan de cada día. Sin embargo, hay algo que sí podemos admirar: el sentido de comunidad. En un lugar donde las incomodidades eran tantas, la convivencia obligaba a apoyarse mutuamente, a compartir lo poco que se tenía y a cultivar valores como la solidaridad.
Por eso, las corralas se convirtieron en protagonistas de novelas costumbristas de autores como Galdós o Baroja, y también de zarzuelas como «La Revoltosa«. Eran un reflejo perfecto del Madrid de la época: humilde, luchador y lleno de contrastes.

«Por eso, las corralas se convirtieron en protagonistas de novelas costumbristas de autores como Galdós o Baroja, y también de zarzuelas como «La Revoltosa«. Eran un reflejo perfecto del Madrid de la época: humilde, luchador y lleno de contrastes.«
¿Qué pasó con las corralas?
Con la llegada del siglo XX, muchas corralas cayeron en el olvido. Los ensanches de la ciudad y la construcción de nuevos barrios relegaron a estos edificios a los márgenes. Muchos se deterioraron hasta el punto de ser inhabitables y otros simplemente desaparecieron.
Sin embargo, en los años 80, durante la alcaldía de Enrique Tierno Galván, se inició un proceso de rehabilitación para preservar este patrimonio histórico. Gracias a esto, hoy podemos visitar corralas emblemáticas como la de la calle Mesón de Paredes (declarada Monumento Nacional en 1977) o el Corralón de Carlos Arniches, que ahora alberga el Museo de Artes y Tradiciones Populares de la UAM.
Las corralas hoy
Aunque han pasado los años, en Madrid todavía quedan unas 400 corralas en pie. Muchas han sido reformadas para cumplir con las normativas actuales, con viviendas más amplias y baños privados. Ya no son esas colmenas insalubres del siglo XIX, pero siguen conservando el espíritu de comunidad que las hizo tan especiales.
Cuando paseas por barrios como Lavapiés, Embajadores o La Latina y te topas con una de estas construcciones, no puedes evitar imaginar cómo sería la vida allí hace más de un siglo. Porque, aunque las condiciones eran duras, las corralas fueron el escenario de una vida en comunidad que hoy parece casi imposible. Un recordatorio de que, a veces, compartir un poco más con los demás puede hacernos la vida mucho más rica.
Así que, la próxima vez que te cruces con tu vecino en el ascensor… ¡quién sabe! Igual ese saludo incómodo puede ser el inicio de una nueva amistad. Porque, aunque vivimos en una era de individualismo, siempre podemos aprender algo del pasado. Y las corralas son una prueba de ello.
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