La picaresca madrileña en tiempos de Felipe IV

Madrid, en tiempos del rey Felipe IV, se había convertido en un imán para personas de todo tipo de procedencias y, por qué no decirlo, de cuestionable catadura moral. La vida cortesana y el esplendor de la capital eran el escenario perfecto para que vividores, parásitos y otros personajes del hampa encontraran su lugar bajo el sol. ¡Y vaya si lo encontraban! Esta era una época donde la supervivencia se convertía en un arte y donde las reglas no siempre estaban claras.

El retorno de los soldados: ¿héroes o perdidos para siempre?

Muchos de los que llegaban a la Villa y Corte eran soldados de los Tercios de Flandes. Obligados a luchar por su país, regresaban del frente con dos posibles destinos: el camposanto o las calles de Madrid. Para quienes tenían la suerte de volver vivos, la vida civil se tornaba un reto insuperable. ¿Qué hacía un hombre acostumbrado al caos y a la guerra? Algunos encontraban trabajo como criados o escoltas para personajes de la nobleza, mientras que otros, como un servidor, abrazaban la picaresca y sus innumerables oficios.

Un sinfín de «profesiones»

En este universo de oportunidades dudosas, se podía ganar la vida de mil maneras. Algunos se hacían mosqueteros o aplaudidores para las compañías de teatro, cobrando por animar al público. Otros, los llamados «vagos» o «alquilones», trabajaban cuando la necesidad les apretaba. Los contrataban para tareas puntuales y el resto del tiempo descansaban, ¡que también es un arte!

A Madrid también llegaban extranjeros de Alemania, Francia o Italia, atraídos por las promesas de una vida ágil en el «hampa» local. Esta mezcolanza de rufianes, mendigos, estafadores y capeadores hacía que la ciudad ganara, al igual que sucedió en Francia, el apodo de «Corte de los milagros».

«¿Qué hacía un hombre acostumbrado al caos y a la guerra? Algunos encontraban trabajo como criados o escoltas para personajes de la nobleza, mientras que otros, como un servidor, abrazaban la picaresca y sus innumerables oficios.»

Tabernas y bodegones: los refugios del hampa

Los lugares de reunión de este variopinto elenco eran las tabernas, bodegones y mancebías. En Lavapiés abundaban los ventorrillos y tabernas en los arrabales, mientras que en zonas más céntricas, como la calle Montera, se encontraban los famosos bodegones de «puntapié».

En estos lugares se ofrecía una suerte de bufé libre: panecillos, molletes, arenques, mermeladas y bebidas como aguardiente o «imperiales». Pero no se trataba solo de comida y bebida. Aquí se tramaban negocios turbios, se reclutaban compinches y se esperaba a la víctima que salvaría el día.

Las rondas y el arte de escapar

La vida en la picaresca no era fácil. Las rondas de alguaciles, el alcalde de la noche y los soldados en activo no daban tregua. Sin embargo, la astucia y la habilidad para eludir a la justicia eran nuestras mejores armas. Existía incluso la costumbre de «retraerse», es decir, buscar refugio en las iglesias, donde las autoridades no podían detenernos por estar en terreno sagrado. Uno de los lugares más famosos para esto era el pasadizo de San Ginés, un sitio donde, entre el peligro y las distracciones, se pasaban los peores momentos hasta que la tormenta amainaba.

«Los lugares de reunión de este variopinto elenco eran las tabernas, bodegones y mancebías. En Lavapiés abundaban los ventorrillos y tabernas en los arrabales, mientras que en zonas más céntricas, como la calle Montera, se encontraban los famosos bodegones de «puntapié».

Los «oficios» del hampa

El mundo del hampa madrileña era un caleidoscopio de posibilidades. Desde los «valientes de mentira», fanfarrones que simulaban ser guerreros, hasta los estafadores y fulleros de juego, la variedad era sorprendente. Los «sufridos» eran otra categoría interesante: haraganes que vivían de los demás sin levantar sospechas. Algunos se casaban con mujeres acaudaladas, logrando así una conexión con la nobleza. Otros eran «rateros», que sobrevivían gracias a la generosidad de sus amigos.

También estaban los «rufianes de invención», que explotaban a mujeres para que trabajaran como cortesanas para la élite madrileña. Por último, no podíamos olvidar a las alcahuetas, que actuaban como intermediarias en todo tipo de negocios turbios.

La mendicidad como «arte»

En una sociedad profundamente religiosa como la de aquel entonces, la mendicidad también tenía un espacio privilegiado. Pedir limosna era visto como un ejercicio de caridad cristiana. Muchos mendigos fingían enfermedades o deformidades para causar más pena, alquilando incluso a niños para acompañarlos. ¡Un negocio bien organizado! En Madrid se contaban unos 3.300 mendigos, de los cuales solo 1.300 eran realmente pobres.

Una ciudad de contrastes

Madrid, con su mezcla de lujo y miseria, de nobleza y pícaros, era una ciudad llena de vida y contradicciones. La «Corte de los milagros» era el reflejo de una sociedad que, entre risas y cuchilladas, sabía encontrar la manera de sobrevivir. La picaresca no solo era una forma de vida; era, también, un espejo del ingenio y la resistencia humana frente a las adversidades.

Os aconsejamos una maravillosa mini serie: «El pícaro». Protagonizada por el único e irrepetible Fernando Fernán Gómez, detalla, desde un modo de vista histórico, novelesco y divertido, la azarosa vida de uno de estos anónimos de nuestra historia. Al margen de «El lazarillo de Tormes», de obligada lectura, no podemos dejar de apuntar «El pícaro Guzmán de Alfarache» de Mateo Alemán, en el que la aventura, la diversión y el entretenimiento están asegurados.

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